Entornó los ojos a causa de la polvareda, no reparó en los guardias civiles con los capotes agitados por la ventolera, que cruzaban la plaza sujetándose los negros tricornios de charol. Le mortificaba la leve ironía de la mirada del cafetero al cobrarle la copa de ron. Estanislao tenia razón cuando tiempo atrás le había insinuado que sería mejor olvidar aquello, sepultarlo con cuatro paladas de tierra: no tenía solución, cuanto antes se lo quitara de la cabeza mejor. Pero el viejo Nelson no podía renunciar a ello. Caviloso, llegó al final de la Cuesta de los Carreteros y de repente se encontró ante la desolación.
Desde el comienzo de las destrucciones había ido restringiendo casi sin darse cuenta sus movimientos dentro del perímetro de la villa. Huía de los puntos donde las demoliciones se hallaban más avanzadas; si se desviaba del itinerario habitual, el corazón se le encogía. Desgraciadamente, el trayecto del Cafè del Muelle al taller del talabartero era uno de los más consumidos por aquella lepra implacable.
Llegó a la talabartería, tomó lo que necesitaba, charló cuatro palabras con el menestral –siempre sobre el tema eterno que les obsesionaba a todos desde hacía más de diez años– y se fue. De bajada, la visión del desastre acabó de abatirlo. Caminaba sin tropezarse con un alma, anonadado por el silencio. La memoria poblaba inevitablemente los escombros, levantaba de nuevo las casas caídas, trazaba calles, reconstruía plazas, las llenaba de gente, pero el viejo Nelson se daba cuenta de que el recuerdo no le obedecía con precisión. Tanta ruina acababa por confundirle. La villa que reedificaba con el pensamiento no era la de antes. Congregaba familias en lugares erróneos, se desorientaba a causa de los montones de ladrillos, vigas rotas, marcos astillados de puertas y ventanas, hierros de balcones o galerías. Confundía numeraciones de casas y letreros de establecimientos: convertía una tienda de ultramarinos en una sastrería, una bodega en una barbería; transformaba el taller de un cestero en una oficina bancaria o metía los trullos de la vieja almazara de la calle del Timón dentro de la tienda de ropa de la Subida del Castillo.
Camino de sirga, 274-275
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