Aprovechando la situación de tranquilidad en el país, era hora de dedicarse a una tarea urgente y siempre aplazada a causa de la preocupación primordial dedicada a los asuntos de la guerra: la ubicación del polvorín. El emplazamiento actual era un peligro tanto para la fortaleza como para la población. Si venía una tormenta, y estaban al caer las de septiembre, don Hermenegildo se acojonaba, «Repare, amigo Eliseu, en el sentido figurado y filantrópico del acojonamiento», y el barcelonés, por supuesto, reparaba en ello: el castillo no tenía pararrayos, y si el polvorín hacía explosión, no sólo destruiría la fortaleza sino también el pueblo, acurrucado al pie de la montaña. Una catástrofe espantosa.
Memoria estremecida, 115-116
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