Con quien Emilia no tropezó de milagro a la salida del casino fue con mi abuelo Ulises. Alterado por los acontecimientos de la tarde, el hombre se dirigía al café Varsovia, al cual, por cierto, convendría que hicieses una visita aunque sólo sea por ver lo que llaman la otra cara de la moneda a la hora de interpretar los hechos. Si la idea te parece interesante, te sugeriría que aprovechases al rato que mi abuelo tardará en llegar allí para contar que el nombre del local, cuando menos insólito, tenía su origen en la nacionalidad del fundador, un polaco de nombre enrevesadísimo, que había servido en el regimiento del Vístula con las fuerzas napoleónicas que asediaron y conquistaron Mequinenza en 1810, durante la Guerra de la Independencia. Tras la caída del emperador, el mercenario volvió a la villa, nostálgico sin remedio del lugar donde había entrado como conquistador, se estableció y fundó el café, que en 1877 ya regentaba uno de sus nietos. La parroquia —los varsovianos, nombre acuñado, como el de los casinitas, en la tertulia de Guillem de Segarra— estaba compuesta mayoritariamente por mineros, navegantes, obreros de la fábrica de regaliz y menestrales, además de dos o tres confidentes del alcalde perfectamente identificados, aislados y, si se terciaba, apaleados.
Memoria estremecida, 200
© 2009-2021 Espais literaris de Jesús Moncada · Disseny de Quadratí