Y es que nuestro campo de fútbol era, sin lugar a dudas, un caso singular.
Unos años antes de la guerra civil, una riada del Segre devastó el huerto de Ramon de Tamariu, situado en la parte de la villa donde confluyen el Ebro y el Segre; entonces, se decidió utilizar el barrizal en que se había convertido el huerto para hacer allí el campo de deportes. Hasta esa fecha, los partidos de fútbol se celebraban en la era situada en la margen derecha del Ebro, en frente de la población, cerca de la ribera donde los calafates, entre humos y peste de alquitrán, reparaban laúdes y pontones; pero la afición, una afición abnegada, leal y bulliciosa, hacía tiempo que reclamaba un terreno más apropiado, de modo que la idea de construir el campo en el huerto de Ramon fue recibida con vítores de entusiasmo por la asamblea de socios, reunida en el bar Esport para votar la propuesta. Las obras se hicieron con rapidez y el campo quedó precioso; el único inconveniente era el espacio, tan justo que el Segre casi lamía la portería de levante y una de las bandas quedaba rasando el Ebro, de manera que los balones que salían del terreno de juego por esas lindes iban a parar a uno de los ríos o a su confluencia. A fin de evitar que la pobre economía del club no sucumbiera río abajo en forma de pelotas, se nombró un encargado de recuperarlas equipado con un salabardo de mango muy largo y un bote. Los balones que recalaban cerca de la orilla, se pescaban con el salabardo; pero los que iban a parar río adentro, había que alcanzarlos a fuerza de remos, y se recordaban partidos fastidiosos en que el pobre muchacho había quedado estragado de tanto ir y venir con la barca.
Balompié fluvial, en El Café de la Rana, 43-44
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