Lo más grave había ocurrido en Serós. Uno de los actores, borracho como una cuba, transformó el drama en una farsa, y la parroquia, santamente indignada, los despidió con un diluvio de insultos y tomates podridos. Ante tanta desgracia, declamaba la segunda actriz —regordeta, menuda, con vocación de trágica—, ¿quién podía descartar el mal de ojo? Todos, incluyendo el apuntador, empecinado racionalista, cruzaban los dedos cuando se levantaba el telón. Sin embargo, tras la catástrofe de Serós, las cosas habían empezado a funcionar. Ni en Aitona, ni en Massalcoreig, ni en Fraga, ni en Torrente de Cinca había habido accidentes graves; aquella tarde, en Mequinenza, el maleficio parecía haber desaparecido.
Memoria estremecida, 37
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