Éstos comenzaban con los últimos adioses, siempre amargos, seguidos de la llegada a la ruidosa administración de los autocares de línea y de la salida de la villa a duras penas iluminada por las primeras vislumbres del sol. Mequinenza iba quedando atrás: el río, los muelles de donde partían ya lentamente los laúdes cargados de lignito; las últimas casas; el viejo fortín del Portal del Segre con las troneras cegadas; los grupos de mineros en la carretera; las negras manchas de las minas entre los olivares. El autocar desvencijado aún era un pedazo de la población; la mayoría de los viajeros, vecinos que iban a Lérida. Cuando cambiaba de vehículo en Fraga, el impacto era brutal: del bullicio de la quejumbrosa carraca pasaba al silencio de los viajeros desconocidos. Desde allí iniciaba la subida a la llanura, al desierto, al vacío obsesivo donde tenía la impresión de que las cosas se desintegraban, corroídas por el ácido impalpable segregado por la soledad.
La galería de les estatuas, 89
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