Zarparon enseguida, acompañados por los adioses afligidos de los tíos. Por suerte, el viaje, tranquilo, encantó a la chica y al niño y les alivió la tristeza. El Ebro se había desperezado enseguida, se había convertido en un espejo. La cuadrilla de tripulantes sirgando por la orilla parecía un gusano gigante. Cuando el sol empezó a quemar, el mundo se amodorró bajo el calor. Los laúdes de bajada, se deslizaban espectrales en medio de la calina; los peones hacían las bogadas imprescindibles para que el timón funcionase.
Se habían parado en Fayón a comer y a hacer tiempo hasta que se levantase el viento. Al reemprender la subida, la vela roja, única en la ribera, provocó la admiración del chico. Liberados de la sirga, los tripulantes trabajaban a bordo y gastaban bromas con los niños.
Memoria estremecida, 117-118
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