El Ebro tenía el color de la tierra y mordía la orilla como una bestia salvaje. Los laúdes se balanceaban y las amarras, tirantes, parecían que fuesen a romperse de un momento a otro.
—Esto todavía tiene que subir —comentaba Sergi, un patrón, en medio de un grupo de navegantes— ¡Se ve que por la parte de Zaragoza caen unos aguaceros de miedo!
—¡Las lluvias del otoño!
—Hoy no podremos zarpar.
—¡Bien, tendremos fiesta!
«Fiesta tendréis vosotros —pensaba yo—, que a mí me tocará trabajar.»
En la otra punta del pueblo, río abajo, el agua clara del Segre, frenada por la corriente fangosa del Ebro, crecía y cubría cascajares e isletas; los tamariscos y los chopos parecían flotar sobre una balsa.
«Esperemos que ahora no le dé al Segre también por crecer—. ¡Entonces sí que la haríamos buena!»
Riada, en Historias de la mano izquierda, 49-50
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