La primavera disipó fríos y nieblas; el verano acabó de postrar a la población. Aquel año, Mequinenza no cumplió un rito inmemorial: la noche de San Juan, las aguas mágicas del Segre y del Ebro se perdieron muchos kilómetros abajo, en el Mediterráneo, sin que nadie osara bañarse en ellas.
La galería de les estatuas, 182
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