En aquel preciso momento, otro chorro de agua fangosa remontó el apeadero del muelle de la mina Soledat y se encajonó por el callejón hecho una furia. Ya no me daba tiempo de subir las escaleras, aún llenas de gente, así que crucé el callejón en dos pasos y trepé a las rejas de una ventana de la casa de delante. El golpe de agua me cogió de lleno y todavía no me explico de dónde saqué la fuerza para resistirlo, y al final, con mucho esfuerzo, pude trepar más arriba y salir de la corriente. Entonces oí los gritos de los nietos del tío Dalmau, que observaban la riada desde el balcón del segundo piso: «¡El abuelo se va! ¡El abuelo se va! ¡Adiós, adiós!» Me giré un poco y, efectivamente, el abuelo se iba. El agua, al regolfar en la entrada, había sacado el ataúd a la calle y se lo llevaba flotando, junto con las coronas, que seguían la caja en aquella navegación mortuoria. La viuda, avisada por los gritos, sacó medio cuerpo por el ventanal de la alcoba y comenzó a exclamar, desesperada: «¿Dónde vas, Dalmau? ¡Mira que puedes hacerte daño! ¡Vuelve! ¡Dalmau, no te vayas! ¿Dónde estarás mejor que aquí?» —Todo aquello fue sonado —dijo, al cabo de un rato, el cafetero.
—¡Y tanto!
—En Ribarroja, lo vieron pasar al mediodía.
—Y en Tortosa, al atardecer.
—Dicen que allí fue la hostia.
—Sí. Cuando todos pensaban que iba a estrellarse contra un pilar del puente, el ataúd cambió de rumbo hábilmente y lo esquivó.
—¡Viejo de los cojones! —exclamó Josep Terrer—. Se ve que ni la muerte le había debilitado su genio de navegante.
Aniversario, en Historias de la mano izquierda, 135-136
© 2009-2021 Espais literaris de Jesús Moncada · Disseny de Quadratí