Las primeras rojeces del alba treparon el muro que bordeaba el Ebro desde los laúdes amarrados en los muelles silenciosos y se pegaron lentamente a las texturas ásperas de las casas, protegidas por la vertiente de la sierra dominada por el castillo. A la luz del día siempre le costaba trabajo penetrar en el laberinto de calles y callejones. La población había vivido cerca de un siglo entre minas de lignito y el polvo del carbón se le había adherido como una piel de sombra; los edificios, donde los enjabelgados resultaban efímeros, la gente, incluso los ríos, siempre surcados por naves negras y con las entrañas oscurecidas por el carbón perdido en los naufragios, parecían haber adquirido la misma pátina.
Camino de sirga, 14
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