Espais literaris de Jesús Moncada

Ningú no va gitar-se

Ningú no va gitar-se

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Nadie se acostó, esperando que llegara la hora del traslado de los presos a Caspe. Como eso sólo lo ha recordado Justina y en unas condiciones lamentables —pobre mujer—, las observaciones de mi abuelo podrían servirte.

Los sacaron del calabozo al amanecer. Cuando la comitiva desembocó de la oscuridad de la calle Mayor a la plaza de la Iglesia, la escena se tiñó de rojo, aparecieron las caras tumefactas de los detenidos, esposados, en medio de los guardias. Soldados de la guarnición contenían a la multitud a lo largo del trayecto hasta el muelle. Balcones y ventanas estaban a rebosar; los ocupantes los abandonaban a medida que pasaba la comitiva y se concentraban tras ella. En la plaza de la Iglesia, familiares de Artur insultaron a los presos. Las imprecaciones se generalizaron enseguida y sonó una exclamación, «¡Pobre Mequinenza!», lanzada por el barón de Sàssola desde la balconada de su mansión. De los cuatro presos (Justina sólo se refiere a Genís, cosa bien comprensible), tres se proclamaban inocentes: el herrero Feliu caminaba en silencio, la cabeza baja.

Al pie de la costanilla del Horno, la guardia civil impidió que Octàvia, acompañada de Emília, se acercase a su marido para darle un hatillo con comida. Una situación semejante se produjo con la mujer de Valentí Calsina y con la tía y la hermana de Simó Juneda. En la plaza de Armas, un pequeño grupo de mujeres furiosas, capitaneadas por la cocinera de los Segarra, Joana, intentó romper el cordón de soldados.

Memoria estremecida, 201-202

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