Espais literaris de Jesús Moncada

Sempre que torno a Mequinensa

Sempre que torno a Mequinensa

  1. Català
  2. Castellà

Siempre que vuelvo a Mequinenza, subo al castillo. La visita a la fortaleza, donde el cierzo empieza a teñirse de azules mediterráneos, vivifica. Una mirada circular, en el sentido de las manecillas del reloj, iniciada y concluida en el murallón de los Monegros, permite abarcar un panorama impresionante.

Más arriba de la nueva Mequinenza y del pequeño paraíso ornitológico del Aiguaberreig, el convento de Escarpe indica el punto de unión del Cinca con el Segre. Del verdor de la vegetación de ribera y de los frutales, cortado en el límite mismo de la vega por la frontera implacable del secano, emergen La Granja de Escarpe, Torrente de Cinca, Massalcoreig, Fraga… En días diáfanos, más allá de Lérida, también visible en la lejanía, unas tenues manchas blanquecinas anuncian los Pirineos.

Tras las colinas que guardan las espaldas de la Granja de Escarpe, asoma la silueta solitaria de Montmaneu, observatorio republicano durante la guerra civil con el cual se encarnizó la artillería franquista. Las masas grisáceas de los terraplenes de las minas de lignito rompen hacia el este la monotonía deslumbrante de los ocres, que se recomponen frente a Mequinenza, en la Sierra de la Picarda.

Más abajo del puente sobre el Segre, la fortaleza proyecta su imagen sobre la confluencia de éste con el Ebro. A la vuelta del risco, las murallas descienden por la ladera de la sierra para abrazar el recuerdo de la Mequinenza desaparecida. Un extremo del muro que la protegía de las furias del Ebro y la abría al mismo tiempo al trajín de los muelles, emerge de las aguas junto al puente que conduce a la orilla derecha, reconstruido sobre las pilastras del que volaron los republicanos en 1938, en un intento inútil de entorpecer la ofensiva de las tropas rebeldes cuando cayó el frente de Aragón. La antigua ruta de los navegantes, que subían hasta Zaragoza o bajaban al delta con sus laúdes, es hoy un camino cortado, una inmensa extensión de agua embalsada por la presa de Ribarroja.

En la orilla opuesta, la carretera se bifurca. A la izquierda, inicia la subida de la tortuosa cuesta de Fayón; una vez arriba, en los Aguts o Aüts –o sea Agudos, aunque un cartógrafo tan imperial como ignorante los transformara en Alto de los Autos en un atlas de los años cincuenta del siglo pasado– deja a la derecha el monumento en recuerdo de los muertos de la guerra civil cerca del punto donde tuvo lugar el primer combate de la que sería la batalla más larga y sangrienta de la contienda, y se adentra luego en tierras del Matarraña. Paralela al Ebro, de cuyas aguas emergen las copas de los árboles de las antiguas huertas hoy inundadas, la carretera de la derecha se dirige a Caspe, pasando junto al enorme muro de la presa de Mequinenza. Desde aquí, la vista, en su recorrido circular, vuelve al punto de partida, al murallón donde empiezan los Monegros.

Suelo quedarme hasta la caída de la tarde vagando por las fortificaciones exteriores, la barbacana y el viejo polvorín entre cuyas paredes crece ahora una higuera silvestre. Me gusta seguir un trecho el trazado ya casi invisible de la evocadora senda de los Contrabandistas, que sube del Ebro para ir a perderse en el término municipal de Fraga. Cuando el crepúsculo difumina el paisaje empiezo a bajar lentamente hacia Mequinenza y pienso en la telaraña artificial de fronteras administrativas que cubre el territorio que acabo de contemplar y el del resto de la Franja –Oriental para Aragón, de Ponent para Cataluña–, y en quienes las utilizan y manipulan sin descanso con histeria inquisitorial para falsear todo lo que constituye nuestra identidad colectiva, comenzando por la lengua.

Con ojos ajenos. Aragón, 120-121

© 2009-2021 Espais literaris de Jesús Moncada · Disseny de Quadratí