Tan pronto como bajaron de las tierras altas y abandonaron la carretera general cerca de Fraga, apenas vislumbrada entre colinas arcillosas, más allá de los huertos tachonados de higueras, el paisaje se suavizó. La luz dura y seca del altiplano desértico de los Monegros que habían cruzado desde Zaragoza daba paso a las calinas del valle del Cinca. Velos sutiles de un gris azulado difuminaban las cosas. Los vehículos dejaron atrás el pueblo de Torrente de Cinca, silencioso entre los huertos; un poco más allá de la confluencia del Cinca y del Segre, siguiendo ya el curso de este último –mancha deslumbrante entre gleras blanquecinas y ardientes–, entraron en el término municipal de la villa. El paisaje, con el castillo elevado en la lejanía, parecía muerto. En la mina Soler no se movía un alma, la negrura del lignito casi estaba nuevamente cubierta por los ocres carnosos y los tostados de la tierra.
Camino de sirga, 19
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