Resonaron los barrenos por las galerías. La criba se detuvo. Escuchabas el rodar de los últimos vagones. Veías salir a los mineros con el cansancio en los huesos, cargados con picos y palas y carburos, de aquella oscura tráquea de donde parecía que te llegase un vaho de sangre, remolinos de aguas perdidas y el gemido de la tierra lamiéndose las heridas.
Mediodía del sábado. Allá dentro se quedaban –junto al pan y al vino de la quincena siguiente– el techo que al derrumbarse habría de hundir las costillas el lunes a Cosme Santapau, la piedrecilla que tres semanas después se clavaría en el ojo derecho de Toni Sansa, las nubes minerales de la silicosis, la humedad que acabaría de moler al viejo Ventura.
Historias de la mano izquierda, 28-29
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